sábado, 25 de octubre de 2014

Pequeño gatito

Me relajaban los días de lluvia. Cerraba los ojos para escuchar el traqueteo de las gotas, rítmico y constante, luego el silbido del viento y los pasos nerviosos de aquellos a los que el temporal había pillado por sorpresa. Cuando de repente escuché un maullido que parecía venir de muy cerca. Abrí los ojos y vi un gato bajo la tumbona de mi jardín. Me quedé un rato mirándole. Debía tener solo unos pocos meses y estaba mirando hacia todas partes. Salí repitiéndome una y otra vez: “Con calma, que no quieres espantarlo”. Sin embargo, el gatito no se espantó. Mientras me iba acercando, me miraba con esos ojos bien abiertos que clamaban por auxilio. Sin esfuerzo, lo cogí y lo traje a casa. Teníamos empapado todo el cuerpo, así que fui a por dos toallas, una la dejé en el suelo para pequeño gatito para, antes, secarme el pelo. Pero él, con orgullo se empezó a revolcarse solo, sin esperarme. Parecía que estábamos sincronizados escurriéndonos toda el agua que teníamos. Aun riéndome, fui a abrazarlo. Me daba cuenta que, ya tan rápido, empezaba a cogerle cariño. Ya me imaginaba que siempre que llegara a casa, pequeño gatito me recibiría tan contento, o esos días en los que uno se siente triste, él me intentaría animar con sus mimos. Me gustaba. Volví a coger su toalla para terminar de secarle, y ahí fue cuando me di cuenta que le salían unos hilillos de sangre que le brotaban de las orejas. ¿Debía buscar ayuda? Decidí esperar al día siguiente y darle algo de comer. Pero no quería comer, sólo quería acurrucarse al calor de mis brazos. Se arrimó a mi cuerpo y empezó a gorgorear. Los dos nos quedamos dormidos. Cuando me desperté, pequeño gatito estaba muerto.

¿Habrá sido mi culpa? En los días siguientes no podía evitar repetirme esta pregunta una y otra vez. Tendría que haberlo llevado al veterinario cuando vi que sangraba. ¿O quizás fue por hambre? No le insistí para que comiera. Tal vez, incluso lo ahogué mientras dormía. El tiempo pasaba y, no solo no me olvidaba de él, sino que cada vez me sentía peor. ¡Maldito irresponsable! Lo fuera o no, yo me sentía culpable de su muerte y tenía que hacer algo.

¿Pero qué podía hacer? ¿Quizás acoger a otro gatito? Pero luego pensaba que si iba a una tienda de animales: ¿cuál escogería? ¿Por qué uno y no otro? ¿Por qué esas tiendas los venden como simples productos? De pronto, me sentí aterrado antes esas preguntas que prefería no responder. Pero entonces, ¿qué otra cosa podía hacer? En ese momento, se me ocurrió intentar algo. Llevé una mesa al jardín y debajo puse unas toallas, con un tiesto con agua y algo de comida. Al día siguiente, no había rastro de agua ni de comida y todos los trapos estaban llenos de pelos. Con el tiempo, los nuevos gatitos se dejaron ver, sin esconderse. Les hice una caseta más grande y no pasaba noche alguna sin que les pusiera su ración de comida. Ellos sentían mi jardín como su nuevo hogar. Se dejaban acariciar y me buscaban siempre para jugar. No intentaban entrar en mi casa, supongo que respetaban esas reglas de toda convivencia, en las que lo tuyo es tuyo y lo mío es mío. Excepto en los días de lluvia, que se refugiaban en la terraza. Esos días me seguía relajando tanto como antes. Cerraba los ojos para escuchar el sonido del aguacero. Luego un maullido. Abría los ojos y allí estaba siempre. Pequeño gatito.

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