domingo, 15 de febrero de 2015

Muto #7619

Atrapado entre varias cascadas, diluviaba con fuerza mientras veía como un tornado avanzaba hacia él hasta engullirlo y destriparle cada una de sus extremidades. Luego todo negro y despertó. Se echó las manos a la cabeza y miró a su alrededor donde estaba el resto de su gente. Unos seguían durmiendo o se divertían tocándose la yema de sus cuatro dedos, otros salían y entraban sumidos en sus quehaceres. Era su turno, así que se levantó, se cubrió con un manto para protegerse de la ligera brisa que corría por los largos pasillos de la gruta en la que vivían. Él y todos los que escaparon de su campo de concentración llevaban varias décadas allí refugiados. Recorriendo aquellos pasadizos, se le fueron uniendo uno a uno el resto de su cuadrilla. Se saludaban palpándose con las manos, ya que con el tacto se bastaban para todo, y luego seguían la marcha sumidos en el silencio oscuro y sepulcral de las cavernas. Ya en la salida, una imponente puerta mecánica custodiaba el acceso. En el bastidor había incrustado un dispositivo electrónico que marcaba una temperatura exterior de cincuenta grados. Entraron en una habitación contigua, abrieron unos armarios y se vistieron con unos trajes especiales que se ajustaron automáticamente a esa temperatura. Así, enfrascados en esos atavíos, el dispositivo permitió que la puerta se abriera y pudieron pasar. 

Vivían entre unas montañas de arenisca con aire grisáceo protegidos por unas imponentes torres móviles que inoculaban todas las transmisiones enemigas. El cielo seguía con un marcado color rojizo y chispeaba una especie de polvo blanco. Recorrieron una larga vereda hasta seguir por una antigua carretera secundaria. En uno de los lados siempre se encontraban con el mismo cartel publicitario desgastado: una niña rubia de piel blanca y pecas en la cara con un médico a su lado y la frase “Vacúnate YA”. 

Anduvieron hasta que llegaron a un suelo llano y agrietado donde tenían uno de sus huertos con frutas y verduras. Él se encargaría de la columna de los tomates y las acelgas. Su labor consistía sencillamente en tocar el tallo de las plantas y así saber si necesitaban más agua, o más sol o si se encontraba bien en ese lugar. Otro grupo de trabajo era el encargado de llenar las cuatro pozas con las que contaba ese terreno. Su comunidad funcionaba como el engranaje de un reloj, todos eran responsables de la función que habían elegido y se organizaban en grupos pequeños para minimizar posibles daños. Sin embargo, aquel día una fuerte explosión les interrumpió y un pequeño aerodeslizador sobrevoló el área donde se encontraban. Pasó rápido sin pararse un solo instante pero el riesgo era demasiado alto, una de sus defensas podría haber caído. Tenían que huir. Cada uno de los que trabajaban en su cuadrilla abandonó los terrenos por un punto distinto tal y como dictaminaba el protocolo. Él subió por una pequeña pendiente y caminó recto a un paso titubeante, cerciorándose que nadie le persiguiera. Los cielos seguían escupiendo esa especie de neblina. De vez en cuando se arrodillaba y se tocaba el pecho intentando respirar a un ritmo más tranquilo. Se adentró en un laberinto de montañas de plástico y basura, y a la salida ya pudo ver el edificio de diez plantas de altura que le habían asignado como guarida. 

Estaba casi derruido y a varios pisos le faltaban incluso la totalidad de las paredes, pero se sostenía firme y, sobre todo, allí le habrían dejado todo lo que podría necesitar para pasar la noche. Corrió hasta llegar al portal, luego subió hasta la planta sexta y recorrió el pasillo hasta encontrar la sala donde estaban los suministros. Era un habitáculo sucio con una enorme mesa destrozada en medio, humedades en los rincones y un puñado de periódicos esparcidos en el suelo en los que se podía leer: "40% de la población infectada” o “Cumbre internacional en Oklahoma”. Se sentó en la única silla que se sostenía en pie, desde la que se podía ver la calle, e intentó descansar. 

Pasaron unas horas, la temperatura había bajado bruscamente y había dejado de lloviznar, cuando de repente escuchó varios ladridos. Se levantó rápidamente y cogió un frasco con un repelente con el que intentaría despistar a los perros. Subió dos plantas e impregnó de aquel líquido todo el corredor. Deprisa, volvió a bajar, pero los pasos se escuchaban demasiado cerca. Entró en la sala que tenía más próxima y bloqueó la puerta con todos los escombros que pudo reunir. Se dio cuenta que estaba en una cocina. Pasó su mano por varias cazuelas y luego unos cuchillos de sierra. Su piel se arrugó y empezó a temblar. Veía dolor y crueldad. Continuó tocando la hornilla y unos tenedores. Terminó en cuclillas, llorando, con sus manos sumidas en sudores. Sentía empatía por el sufrimiento ajeno en él mismo, en sus carnes. En ese momento, la puerta se abrió. Pudo ver a un niño con una sonrisa triunfante que lo apuntaba con una escopeta y un hombre a su lado animándole a disparar.