lunes, 20 de abril de 2015

Culturas españolas del siglo XXI

«En los albores de la fiesta patria, con el aire engalanado entre músicas y pasiones, tres valerosos hombres se enfrentarán contra los toros de lidia de las mejores ganaderías, bravos y feroces, en la suerte suprema. Siendo esta una corrida benéfica que no se pueden perder, donde parte de los beneficios se donarán a la labor por la paz de las Hermanitas de la Caridad. »

Llegaron a la plaza con antelación acomodándose en sus asientos con unos cojines de color rojo, amarillo y rojo que traían consigo. Reme se abanicaba con carácter y el orgullo de sentirse guapa. Estrenaba vestido de tela fina con bordados de motivos florales y Fermín, su marido, con sus patillas, pantalón vaquero y camisa rosada. 

— ¡Hombre, er furia! Y Reme. ¡Qué paza! ¡Que os veo mu cerios! —les saludó José al llegar. 

José era compañero de Fermín en la patronal, donde le llamaban el furia porque siempre que en la misma jornada perdía el Madrid, su Sevilla y ganaban los catalanes, se calentaba tanto que se enfurruñaba contra sí mismo y literalmente echaba humo por las orejas. 

— ¿Agustín no viene o qué, tú? —le preguntó Fermín.
— ¿Tú zabe argo de él? Po’ ya zomos do’. Yo no le daba más entradas gratis pa’ vení, ci nunca viene.
—Mira, ya suena el… —empezó a decir Reme.
—El pasodoble, tú. Esto ya empieza. –le interrumpió Fermín. 

«Al ritmo del pasodoble, se abren las puertas del ruedo de donde emerge la bestia al trote. El toro, incompasible y furioso, tentando al círculo que lo contiene. Reta al público y ruge emanando rebufos por su hocico. El escenario aplaude en esta tarde jubilosa. »

—No veá. Este zale bueno, niño.  
—No sé, tú. Le han traído un año antes de tiempo. Cómo salga manso ya la hemos liao. —dudó Fermín.
—Tiene tres años cohone, ¿qué quiere’? Y lo bien que ha vivíoEce trae fuerzas, que ce nota. 

Justo en ese momento, llegó una pareja joven que se sentó detrás de ellos. 

—Vayan con el señor, caballeros. —Saludaron. — ¿Ha empezado ya?
—Ahora mismito acaba de salir el toro. —se apresuró a contestar Reme mirando a la joven de arriba a abajo. 
—Menos mal —continuó la joven—, veníamos con el tiempo justo, pero queríamos colaborar con la entrada y un donativo a la hermandad. 
—Así somos las personas de bien —respondió Fermín. —Hay que ayudar siempre.

Reme miró a Fermín. Y luego al ruedo. 

«Por fin, sale el picador a volandas sobre su caballo. Majestuoso y valiente. Dirige al caballo buscando al toro que va de un lado a otro hasta que lo acaban acorralando. El picador le muestra la lanza de metro y medio. ¡El toro se defiende! Le propina una dura cornada al caballo, que recula dolorido, pero el picador, con suma gallardía, aprovecha para clavarle la lanza cerca del pescuezo. Empieza a sangrar, señores, y el público vibra en esta fiesta. ¡Esto no acaba aquí! El toro sigue bravo, es su naturaleza, buscando al caballo, que lo rehúye. El picador debe sacar su maestría para controlar de nuevo a ese caballo. Tira de riendas y consigue que el caballo se vuelva a enfrentar a la bestia enfurecida. Cuando el toro vuelve a cornear al caballo y el picador, valeroso, desde arriba le clava, por segunda vez, la lanza. El toro retrocede. Ya está listo para el siguiente tercio. El picador abandona el ruedo saludando a la gente que le corresponde en cumplidos y toda clase de felicitaciones. Buen trabajo. »

— ¡Olé, olé y olé! ¡Guapo! —gritaba una mujer mayor desde más adelante. 
—Y decía tú que er toro no le iba a echa cohone. Po’ mira. 

Fermín asintió mientras Reme rebuscaba pelusas por su vestido. La pareja joven, emocionados, tenían una cruz cogida de la mano y daban gracias a Dios por el espectáculo. 

«Segundo tercio. Salta el banderillero mostrando su montera al público. El banderillero virtuoso empieza esquivando con arte y salero a la bestia. Una. Dos. Y a la tercera, cuando el animal le da la espalda, le acuchilla con las dos primeras banderillas. ¡Qué maravilla! El cuerpo del animal, tras otras seis banderillas clavadas como arpones en su piel, empieza a teñirse de rojo. La plaza se alza de nuevo en vítores. »

—Increíble, tú —dijo Fermín—. Esa banderilla que, ya ves tú, no hace nada, pues he llegado a ver cómo una de esas, mal clavada, le separaba en mitad el muslo de la pata. Como lo oyes, tú. Pues el animal siguió luchando, tú. 
—Si es que los toros han nacio pa’ esto. Qué lucha bonita, coño. —asintió José. 

«El banderillero sigue en el ruedo descubriéndose ante un público entregado en elogios. ¡Atentos, señores! ¡Esto es una desgracia! En un mal paso, ha resbalado y el toro lo ha pillado por uno de sus cuernos. ¡Lo ha zarandeado como si fuera una marioneta! Ocho novilleros han tenido que salir para despistar al toro y llevar al banderillero hasta la cuadrilla. »

— ¡Ay, señor! ¡Pobrecillo! —Empezó a llorar la misma mujer mayor de delante— ¡Qué no haya pasao ! Esa mierda toro casi lo mata. ¡Salvaje! 

Se hizo el silencio en la plaza. 

«Tras unos minutos, el toro, empapado en rojo, se ha tendido en mitad del ruedo y empieza a vomitar sangre. Cuánto amamos a este precioso animal. El toro está listo para el tercio de la muerte. La suerte suprema. Sale el matador y la plaza se vuelve a venir arriba. »

— ¿Esta noche qué quieres para comer? —preguntó Reme. 
— ¿Ahora me preguntas eso? ¿No hay otro momento?
—De verdad eh, que no se puede hablar contigo… 

Reme se sacó un espejo. A pesar del viento que soplaba, tenía bien el peinado. 

«Desde donde estamos retrasmitiendo, se escuchaba como el toro brama al matador, en su último aliento. Sigue tendido sobre el terreno con su mirada fija y violenta. El matador acaba de recoger la espada de acero y la levanta apuntándole mientras se acerca poco a poco a él. ¡Ya lo tiene! Le ha clavado el estoque a la altura de la cruz del cuello, tan profundo y merecido que no sé cómo no le ha sobresalido la punta por las costillas. El animal se derrumba, allí, en mitad del círculo, aun moviendo las piernas con impulsos huecos. »

El público no cabía en sí de gozo, gritando al unísono: "Córtale la oreja. La oreja. ¡Las dos orejas!"

—Te recuerdo que mañana tenemos que ir a misa. —le recordó la chica de la pareja joven a su novio. 



miércoles, 1 de abril de 2015

Clara

Me gustaría saber qué maldita probabilidad hay de que te encuentres en tu luna de miel, después de doce horas de vuelo y tres de autobús, a tu exnovia en el descansillo del hotel. Se llamaba Clara y estaba sentada en un sillón junto con el que, me imagino, sería su pareja, un tipo con aspecto inglés y la dentadura desproporcionadamente grande. A ella, cuando me vio, solo le faltó abrir la boca. Se me quedó mirando pero de una manera tan familiar, como si se hubiera encontrado con una cajita llena de recuerdos que creía perdida.

—Cariño, ¿estás bien? —me preguntó Candela. —Te has quedado como fuera de onda y por fin llegamos al paraíso mi amor. 

Candela era la típica argentina con el pelo largo castaño, ojos negros, un cuerpo cuidado, y muy guapa. Y no es que lo dijera yo, sino que trabajaba como modelo para varias revistas de moda. Vamos que llamaba la atención allí donde iba y siempre que quería. En ese momento yo la abracé fuerte. Mi exnovia había dejado de mirarme. Luego cogimos las llaves y fuimos a descansar a la habitación. 

Esa noche había un concierto en el restaurante del hotel. Se trataba de un salón con un centenar de mesas para dos mirando al escenario.  Nos sentamos en el mejor sitio. Candela se había pintado los labios de rojo pasión y me buscaba las piernas debajo de la mesa. La verdad es que no estaba para eso, no me encontraba cómodo sabiendo que mi ex podía estar por allí. Y justo cuando empezaron las baladas, ella y su pareja fueron los primeros en subirse al escenario para bailar. 

—La comida está rebuena. ¿No te parece mágico? Todo esto, quiero decir. La música, el ambiente, la luz. Vos, se ve tan lindo. Y tan centrado. —Hizo una pausa— Querido, discúlpame, voy al baño. 

Aproveché para girarme y poder ver mejor a Clara y su inglesito. Llevaba un vestido largo verde malva con el pelo recogido y él un traje tipo marinero con zapatos de color blanco. Qué mal gusto. Bailaba la canción lenta como si estuviera en una fiesta vikinga, con las manos levantadas, pegando saltos y dando patadas. Si ni siquiera se podían besar con esos dientes. 

—Cariño, ¿querés bailar? —me preguntó Candela al llegar. 
—No. Estoy cansado. 
—Vamos, boludo. 
—Te he dicho que no y punto. 

Nunca he sido de bailar, no entendía por qué insistía. Además que con esos dos en el escenario ni por asomo iba a salir. Con las malas caras, al poco nos fuimos a la habitación a dormir. Candela era muy temperamental pero sabía que si ponía de mi parte, por la mañana se le pasaría rápido. Sin embargo, yo esa noche apenas pude conciliar el sueño. Por más que lo intentara, siempre que cerraba los ojos, me acordaba de Clara, de cómo me miraba. Cuando estuvimos juntos, llegamos a hacer todas las rutas de senderismo de la provincia con su infatigable perro, Pancho. También jugábamos al voleibol siempre que podíamos y nos gustaba bucear en verano. Cuando sabíamos que iba a llover seguro, alquilábamos una cabaña rural y al calor de la chimenea, veíamos películas durante toda la noche. Y qué decir de nuestras borracheras, aburríamos a nuestros amigos jugando al futbolín, éramos los mejores. Casi no me acordaba de por qué la dejé. 

A la mañana siguiente fuimos a la playa privada del hotel. Era de arena fina y blanca con las aguas cristalinas. 

—Esto es maravilloso. —dijo Candela revolcándose por la arena. —Viste como acertamos en venir a un sitio como este. Solos, sin nadie alrededor que nos pueda reconocer. En absoluta y firme paz, justo lo que andábamos buscando. Mira que cielo. Cariño, ¿no tenés calor con la gorra y la camiseta?
—No, la gorra es traspirable. 
— ¿Sabes? Te acordás de Max, el chico con el que estuve antes de llegar a España.
— ¿El yonqui?
—Aún recuerdo cuando lo dejé en el aeropuerto, el nene no podía parar de llorar. Hace tantos años ya de esto y aún me sigo acordando de él, no creo que pase nada, ¿no? Creo que es sano que lo hablemos. Luego te conocí y ahora estamos casados. Este nuevo vínculo que nos une, creo que es muy fuerte. 
—Que sí. Me puedes contar lo que quieras.

A Candela le gustaba hablar demasiado y a mí a veces me agotaba. Pero es que además, se podía poner tan pesada cuando le daba estos arrebatos de sinceridad. 

Por la tarde hicimos una excursión en catamarán a unas islas vírgenes y por la noche dimos una vuelta por la ciudad. No volví a saber de mi ex hasta el día siguiente. Un camarero me entregó una nota mientras desayunaba. Por fin me hablaba. Candela no tenía hambre y se había quedado en la habitación por lo que pude leerlo con tranquilidad.

“Espero que ella no esté cerca para que puedas leer esto sin que te distraigas. Si de verdad me quieres a mí, ven a encontrarme en la playa. Si no, te olvidaré para siempre. “

No iba a dejar a Candela en nuestra luna de miel. Me sentía cómodo estando con ella y la quería, aunque a veces fuera un poco egoísta y bastante despistada. Pero conforme más lo pensaba, más me daba cuenta de que tenía que encontrarme con Clara. Tenía que ayudarla a cerrar nuestro capítulo y que siguiera adelante. También sentía cierta curiosidad sobre cómo le había ido todo en este tiempo, pero no podía haber nada de malo en ello. Un reencuentro fugaz de antiguos enamorados, nos abrazaríamos, nos contaríamos cosas, nos reiríamos. ¿Seguiría oliendo igual que antes? 

Sin darme cuenta, el tiempo había pasado volando. Recorrí toda la playa pero no la veía por ningún lado. No podía rendirme tan fácilmente. Fui a preguntar a recepción para que llamaran a su habitación.

—La señorita Clara Márquez dejó el hotel ayer, señor. —me contestó el recepcionista. 
En cuanto llegué a mi habitación, no había rastro de Candela. 

La realidad de la sombra con gabardina

El 9 de Abril de 1973, arrinconado dentro de unos almacenes de Pennstreet, le apuntaba directamente a la sien con un revólver de calibre 9 milímetros mientras escuchaban una canción.

Si bien, para conocer todos los pormenores de esta historia, habrá el lector de remontarse diez años atrás en el tiempo. En el mismo municipio de Pennstreet, una joven promesa del violonchelo llamada Clara, aquí su hija, volvía a casa más tarde de lo habitual después de terminar sus ensayos. Todo el que la escuchaba vibraba con su música, la que a veces hacía llorar o reír de la emoción. Su encanto se hizo en poco tiempo leyenda pues dibujada sonrisas en las vidas de las personas e incluso decían que curaba enfermedades. Aquel día mientras volvía a casa, los cielos se tintaron de negro y empezó a escupir enormes bolas de granizos que golpeaban los techos de los coches produciendo un ruido atronador. Clara no tuvo más elección que refugiarse en un portal. Tras ella entró una sombra con gabardina. Sin que le diera tiempo a reacción alguna, le tapó la boca para que no gritara, se tiró sobre ella, empujándola al suelo, y le desvistió el pantalón. Esa misma noche, la encontraron tirada en aquel mismo lugar con las piernas empapadas de sangre y su mirada perdida en la pared. 

Después de aquello, llegó a pasar por los cuidados de hasta una decena de terapeutas que intentaron ayudarla sin que nada funcionara. Era como si a un bombero quemado de tercer grado se le animara a que siguiera apagando fuegos. No olvidaba ese dolor. Seguía tocando el violonchelo, de hecho no hacía otra cosa, pero su música se había vuelto más siniestra y dramática. La gente dejó de seguirla pues les hacían ver las penas de la realidad en la que vivían y que querían seguir ignorando. Solo le quedaban sus padres que seguían dándole todo el cariño y el apoyo que sus fuerzas podían reunir. 
Con los años, Clara empezó a olvidar esos retazos de recuerdos de la sombra con gabardina a los que tanto se aferraba. Por lo que ahora no podía evitar desconfiar de todo el mundo. Ya no salía de casa, ni hablaba con sus padres, tan solo tocaba su violonchelo. Y así fue hasta el día en que su padre se la encontró en el baño con las venas cortadas. 

Todo el pueblo fue a su funeral para dar el pésame a unos padres amargados y abatidos. Fue al volver a casa cuando encontraron una nota que rezaba: “Fue Don Fabio Tassini. Tenga usted cuidado. “. Don Fabio Tassini era el empresario más importante de Pennstreet con más de un centenar de comercios y adjudicaciones a sus sociedades. Desde que recibiera aquella nota, el padre decidió seguirle los pasos. No tardo en saber dónde vivía, cuánto tardaba en ir de su adosado a las oficinas, o también cuándo solía organizar cacerías y celebrar fiestas con sus afines. No seguía la misma rutina todas las semanas y gustaba de viajar al menos una vez al mes. A pesar de todo llegó a la conclusión de que cada cuatro meses debía presentarse en los almacenes de Pennstreet por alguna razón. Allí culminaría su ansiada venganza tras todos estos años.

El 9 de Abril de 1973, Don Fabio Tassini llegó conduciendo su Land Rover y justo cuando se bajaba del coche y el padre iba a sorprenderlo, unos hombres a los que jamás había visto se pusieron delante protegiéndole. Luego se volvieron al padre y lo noquearon, dejándole inconsciente. 

Arrinconado dentro de los almacenes, Don Fabio Tassini le apuntaba directamente a la sien con un revólver de calibre 9 milímetros. Estaba atado de manos y piernas a una silla. 

— ¿Crees que no sé que me has estado siguiendo, cerdo apestoso? —hizo una pausa y continuó. ¿Sabes por qué me follé a tu niñita? Literalmente me excitaba cuando tocaba. Pero de verdad, me ponía como un tren. Iba siempre que podía a sus ensayos. Esos deditos tan finos… 

El padre gritó, intentó zafarse de la silla y, derrotado, lo maldijo mientras lloraba. Don Fabio Tassini sacó un reproductor de casete y lo encendió mientras seguía apuntándole a la cabeza. Sonó una canción de su hija, Clara. 

Tras unos minutos, disparó. 

domingo, 15 de febrero de 2015

Muto #7619

Atrapado entre varias cascadas, diluviaba con fuerza mientras veía como un tornado avanzaba hacia él hasta engullirlo y destriparle cada una de sus extremidades. Luego todo negro y despertó. Se echó las manos a la cabeza y miró a su alrededor donde estaba el resto de su gente. Unos seguían durmiendo o se divertían tocándose la yema de sus cuatro dedos, otros salían y entraban sumidos en sus quehaceres. Era su turno, así que se levantó, se cubrió con un manto para protegerse de la ligera brisa que corría por los largos pasillos de la gruta en la que vivían. Él y todos los que escaparon de su campo de concentración llevaban varias décadas allí refugiados. Recorriendo aquellos pasadizos, se le fueron uniendo uno a uno el resto de su cuadrilla. Se saludaban palpándose con las manos, ya que con el tacto se bastaban para todo, y luego seguían la marcha sumidos en el silencio oscuro y sepulcral de las cavernas. Ya en la salida, una imponente puerta mecánica custodiaba el acceso. En el bastidor había incrustado un dispositivo electrónico que marcaba una temperatura exterior de cincuenta grados. Entraron en una habitación contigua, abrieron unos armarios y se vistieron con unos trajes especiales que se ajustaron automáticamente a esa temperatura. Así, enfrascados en esos atavíos, el dispositivo permitió que la puerta se abriera y pudieron pasar. 

Vivían entre unas montañas de arenisca con aire grisáceo protegidos por unas imponentes torres móviles que inoculaban todas las transmisiones enemigas. El cielo seguía con un marcado color rojizo y chispeaba una especie de polvo blanco. Recorrieron una larga vereda hasta seguir por una antigua carretera secundaria. En uno de los lados siempre se encontraban con el mismo cartel publicitario desgastado: una niña rubia de piel blanca y pecas en la cara con un médico a su lado y la frase “Vacúnate YA”. 

Anduvieron hasta que llegaron a un suelo llano y agrietado donde tenían uno de sus huertos con frutas y verduras. Él se encargaría de la columna de los tomates y las acelgas. Su labor consistía sencillamente en tocar el tallo de las plantas y así saber si necesitaban más agua, o más sol o si se encontraba bien en ese lugar. Otro grupo de trabajo era el encargado de llenar las cuatro pozas con las que contaba ese terreno. Su comunidad funcionaba como el engranaje de un reloj, todos eran responsables de la función que habían elegido y se organizaban en grupos pequeños para minimizar posibles daños. Sin embargo, aquel día una fuerte explosión les interrumpió y un pequeño aerodeslizador sobrevoló el área donde se encontraban. Pasó rápido sin pararse un solo instante pero el riesgo era demasiado alto, una de sus defensas podría haber caído. Tenían que huir. Cada uno de los que trabajaban en su cuadrilla abandonó los terrenos por un punto distinto tal y como dictaminaba el protocolo. Él subió por una pequeña pendiente y caminó recto a un paso titubeante, cerciorándose que nadie le persiguiera. Los cielos seguían escupiendo esa especie de neblina. De vez en cuando se arrodillaba y se tocaba el pecho intentando respirar a un ritmo más tranquilo. Se adentró en un laberinto de montañas de plástico y basura, y a la salida ya pudo ver el edificio de diez plantas de altura que le habían asignado como guarida. 

Estaba casi derruido y a varios pisos le faltaban incluso la totalidad de las paredes, pero se sostenía firme y, sobre todo, allí le habrían dejado todo lo que podría necesitar para pasar la noche. Corrió hasta llegar al portal, luego subió hasta la planta sexta y recorrió el pasillo hasta encontrar la sala donde estaban los suministros. Era un habitáculo sucio con una enorme mesa destrozada en medio, humedades en los rincones y un puñado de periódicos esparcidos en el suelo en los que se podía leer: "40% de la población infectada” o “Cumbre internacional en Oklahoma”. Se sentó en la única silla que se sostenía en pie, desde la que se podía ver la calle, e intentó descansar. 

Pasaron unas horas, la temperatura había bajado bruscamente y había dejado de lloviznar, cuando de repente escuchó varios ladridos. Se levantó rápidamente y cogió un frasco con un repelente con el que intentaría despistar a los perros. Subió dos plantas e impregnó de aquel líquido todo el corredor. Deprisa, volvió a bajar, pero los pasos se escuchaban demasiado cerca. Entró en la sala que tenía más próxima y bloqueó la puerta con todos los escombros que pudo reunir. Se dio cuenta que estaba en una cocina. Pasó su mano por varias cazuelas y luego unos cuchillos de sierra. Su piel se arrugó y empezó a temblar. Veía dolor y crueldad. Continuó tocando la hornilla y unos tenedores. Terminó en cuclillas, llorando, con sus manos sumidas en sudores. Sentía empatía por el sufrimiento ajeno en él mismo, en sus carnes. En ese momento, la puerta se abrió. Pudo ver a un niño con una sonrisa triunfante que lo apuntaba con una escopeta y un hombre a su lado animándole a disparar. 

sábado, 24 de enero de 2015

Por el amor de Dios

“La cogió de la cintura y la atrajo para su cuerpo desnudo. Sobrecogida, no pudo evitar la tentación de tocar sus portentosos abdominales y subir por sus pectorales hasta perder la mano succionada en el enmarañado de su pelo en el pecho. Pepe no aguantó más y la besó. Dolores suspiró de placer.” Acabó el capítulo de “500 sombras de Pepe” y se acostó deseando que algún día pudiera disfrutar de esa manera con su vecino. Desde que lo conoció había sentido cierta atracción por él. Solían coincidir en el descansillo del portal, a veces, incluso pasaba horas allí hasta que se encontraba con él. Con el tiempo la relación fue avanzando y cada vez hablaban más, como comercial o masajista, mercader, fontanera, política o simplemente como borracha; gracias a este último logró saber que seguía sin tener pareja. Los días que no se veían, ella siempre guardaba alguna que otra foto de él en su dormitorio, que se la había hecho sin que se diera cuenta para que saliera más natural.

— ¡Niña! Que me voy a dormir ya. —gritó su madre desde algún punto de la casa.
—Vale, buenas noches. —respondió.
—Padre nuestro que estás en los cielos, santificado, sea...
—Por el amor de Dios, mamá, que reces en silencio. Améeen. —le dijo interrumpiéndola.
—Bueno, pero que no se te olvide que mañana me tienes que lavar entera que hoy he cagado.

Esa noche soñó que se casaba con su vecino en la catedral, la santísima santidad les daba su santa y pura bendición para un matrimonio casto y puro y santo. Un portazo la despertó, era su vecino que salía ya para trabajar. Mierda, pensó. Saltó de la cama, se puso el traje, se echó un poco de potingue en la cara para oscurecerse la piel, se pintó la barba y salió. Afortunadamente, el vecino se había quedado hablando con el del quiosco. Para disimular, se entretuvo ojeando el periódico del día en cuya portada se veía en grande: “2-0, partidazo entre El Alcornocales y Poyales del Hoyo”, y en un cuadrito más abajo “Las tropas patrióticas españolas a punto de recuperar Melilla. Islam tiembla.”. El vecino se despidió del quiosquero y ella lo siguió por la calle que colindaba con el muelle de mercancías del puerto. Pasaron por la antigua estación de autobuses hasta llegar al edificio de aduanas. En la puerta, había una decena de personas esperando a que llegara su vecino. Ella ya sabía que se dedicaba a apoyar a todas las personas que habían sufrido algún episodio violento en el conflicto bélico con Marruecos. También evaluaba si debían recibir una ayuda del estado Español para evitar su exclusión social. Ese día, ella sería uno más, aunque no era la primera vez que iba. A los pocos minutos, se abrieron las puertas. Empezaba la sesión.

—Vamos a ver, las autoridades municipales me confirmaron ayer que ninguna partida yihadista ha llegado por el litoral sur. Así que los que se quejan de que les acosan por el portero electrónico repitiendo todo el tiempo: “Mahoma mola”, por favor, que recojan su parte de alta y se marchen. —ordenó el vecino.

La mitad de los allí reunidos se levantaron al unísono y fueron abandonando la estancia. No era normal que su vecino se mostrara tan tajante y directo. ¿Por qué tenía tanta prisa?

—Los Carmona otra vez. ¿Qué os ha pasado ahora? —preguntó su vecino. Prácticamente todos los que quedaban en la sala pertenecían a la familia de los Carmona.
— ¡Ay payo! Los moros otra ve’, que han venio y ce lan llevao to’: la furgoneta, los claveles y to’. Encima, lan vuerto a tomá con el Jonhatan y el Josua. Míralos, pobrecillos, no pueden ace na’. Por el amor de Dios.
—Vale. Recojan la ayuda y nos vemos la semana que viene. —les interrumpió el vecino.
Todos salieron de la sala excepto ella y los que tenía a su lado. Definitivamente había algo que no le gustaba.
— ¡Usted! —la señaló. ¡Está acusada de contraespionaje!

Madre del señor, por qué elegiría esa tonalidad de piel, pensó. ¿La descubrirían? Bajo ninguna circunstancia podían saber que era una mujer, o que era su vecina, ni que estaba enamorada de él, o todas las cosas a la vez. Los que estaban a su lado, sacaron unas cuerdas y la ataron a la silla.

—Asquerosos. Venís a estas tierras de paz y armonía. Nosotros, gente de buen corazón que no queremos hacerle mal a nadie. —seguía increpándole su vecino. —Cortadle un dedo ahora mismo.

El de su derecha sacó de su maletín una figura de Jesucristo de la penitencia y luego un cuchillo con el que le arrancó el dedo chico de los pies. El dolor era tan fuerte que se mareó de pensar si su vecino tendría reparos para salir con una mujer con un dedo menos. Tras unos minutos sin que pararan de gritarle, acabó preguntando.

— ¿Pero cómo os puedo demostrar de que soy inocente?

El de la derecha miró al vecino, el vecino al de la izquierda, este miraba al cuadro de la virgen misericordiosa que había colgada en la pared, el de la derecha volvió a mirar al de la izquierda y la virgen miró al vecino.

—Si tu dios es el mismo que el nuestro, que nos mande una señal. —acabó contestado con sarcasmo.

En ese momento, una paloma blanca y resplandeciente se puso en la ventana que daba al faro. Brillaba por si sola e incluso emitía un sonido destellante y divino que se hubiera notado más si su vecino no la hubiera disparado con la pistola que acababa de sacar.

—Maldita gaviota. Mañana llueve seguro. —contestó. ¡Metedle la cabeza en el hielo!

Le cogieron de la cabeza y se la metieron en un cubo lleno de agua congelada. Apenas podía respirar y su nariz tenía un color tirando al morado, pero lo peor fue que el maquillaje se le quitó y el pelo le quedó suelto. Ya no podía disimular quién era.

—Está bien. Soy su vecina.
—Por el amor de Dios... —se lamentó el vecino. Ahora me sales con esas… Al calabozo, ¡sucio moro afeminado!