sábado, 22 de noviembre de 2014

El origen de los fantasmas

Levantó despacio los párpados pero se le volvían a cerrar sin fuerzas. Tras unos segundos, intentó de nuevo abrir los ojos, aguantando un poco más hasta que volvieron a caer. Soltó un suspiro llevándose las manos a la cabeza pero algo se lo impidió. Tampoco podía doblar bien ni los brazos ni las piernas. Necesitó de unos minutos para, por fin, despejarse la vista y ver que se encontraba tendido completamente desnudo dentro de una caja de madera. Intentó abrirla pero estaba bloqueada por fuera. Su nariz rozaba ligeramente con la compuerta, con lo que no tenía espacio para mover con holgura la cabeza. Con las manos, se tocaba con nerviosismo los muslos, la cintura, la barba, la nariz y el pelo, una y otra vez, de abajo a arriba y de arriba a abajo.

— ¿Hay alguien ahí?

Se corazón empezó a palpitar con fuerza y su respiración se hizo cada vez más pesada. Apenas podía reclinar su cuerpo para mirar si había algo dentro. Desde las rendijas de los tablones de aquella caja, únicamente llegaba a ver estanterías de aluminio con herramientas de taller: un par de sierras, una cizalla, varias tenazas, afiladores y una enorme cortadora de metal. La luz que entraba en aquél lugar le impedía ver algo más. Volvió a gritar con más fuerza. Nadie respondió. En voz baja, para sí, se esforzó en recordar lo último que le pasó ese día: salió del instituto después de una tutoría, paró en el supermercado para comprar y ahí se quedaba. Se reclinó levemente hacia su costado para intentar rascarse la espalda pero, o bien se topaba el hombro con la parte de arriba, o bien el codo con el lateral. Al cabo de un rato sin que nada pasara, empezó a propinar golpes a todos los lados de la caja usando las manos y las piernas, pero ningún tablón se resquebrajó. Suspiró y, de pronto, alguien entró.

— ¡Ayuda! ¡Estoy encerrado aquí!

Chillaba incansable mientras escuchaba a esa persona como se movía de un lado a otro, algunas herramientas pesadas que caían al suelo y el resoplido de algunas sabanas o toldos; hasta que, por fin, pareció llamar su atención. Desde los huecos de los tablones, logró ver que se trataba de un hombre no muy alto y regordete. No alcanzaba a ver su cara, pero su cuerpo estaba parado mirando en dirección a la caja dónde estaba encerrado. Al instante, volvió a desaparecer. Lanzó un grito solo interrumpido por el estruendo de un camión poniéndose en marcha. La caja, con él dentro, tembló cuando el vehículo empezó a circular. Todo se movía con brusquedad en cada curva, por lo que se cubrió la cabeza con las dos manos para amortiguar los golpes. Intentó controlar el ritmo de su respiración, tranquilizándose, hasta que el camión paró.  Luego, alguien pareció subirse a la parte de atrás, dónde él estaba. Incluso le pareció sentir que lo tenía al lado, pero no veía nada, estaba todo a escuras.

— ¡¿Qué os he hecho?! Estoy seguro que lo podemos arreglar. ¡Por favor! ¡Estoy aquí! ¡Por favor!

Hablaba llorando a lágrima tendida, balbuceando frases sin vocalizar. Cuando sintió que otra persona se subía también. En ese momento, los dos hombres auparon la caja, quedando él suspendido en el aire hasta que lo soltaron en el suelo con tal violencia que chilló de dolor. Seguía gritando cubriéndose con las manos por si se llevaba otro golpe. Cuando se dio cuenta que estaba entrando tierra en la caja.

— ¿Qué cojones hacéis? ¡Por favor! ¡Lo podemos arreglar!

Pero seguía entrando cada vez más arena y más polvo. Aun así, vociferó hasta que su voz se quedó completamente ronca y desde los huecos de los tablones ya no veía más que oscuridad. Tampoco escuchaba nada de ningún lado. Intentó arañar los tablones hasta que se le rompió varias uñas. Luego intentó hacer palanca con su cuerpo, reclinándose a la derecha del todo para levantar sus piernas y hacer fuerza contra uno de los laterales. Al segundo intentó, uno de los tablones empezó a ceder.

— ¡Sí!

Al tercer golpe, el tablón se rompió completamente pero eso hizo que la tierra atrapara sus piernas. Intentó liberarse ayudándose de las manos, pero no tenía espacio suficiente para moverse. Empezó a sentir un picor a la altura del muslo que le subía por la cadera. Se trataba de hormigas. A oscuras, sin poder moverse de cintura para abajo, volvió a intentar de nuevo rascar los tablones aguantando el dolor y aspirando sus propios aires. Luego, continuó gritando.

sábado, 8 de noviembre de 2014

Monólogo del vegetariano

—Soy vegetariano—. Es decirlo y hacer amigos en todas partes. Unos te confiesan que ellos también lo serían, si pudieran dejar de comer jamón ibérico, el de bellota o el de jabugo, da igual, pero te enumeran todos los tipos que hay. Y estos son de los más suaves, hay otros que, repentinamente, les crece una voluntad irrefrenable de contarte cuando fueron a cazar cervatillos en su casa de campo de Poyales del Hoyo, Ávila. Por supuesto no se quedan ahí, te relatan con minucioso detalle cómo la mujer de turno prepara cada una de las piezas que van a cocinar, porque ellos no cocinan, ellos cazan, también juegan al póker, hablan de negocios, se van por ahí por la noche a divertirse con amigas, pero ellos no cocinan. A este tipo de amigos son los que yo llamo los “Vividores folladores”, no por lo que estáis pensando, sino porque les gusta joder literalmente a todo el que se ponga en su camino. Cuando hablan de los animales que han cazado, siempre hay algún jodido que le hace parar y le recrimina lo bárbaro y cavernícola que es, son los que yo llamo los “Heidis”. A mí me gusta hablar con los “Heidis”, te diviertes mucho.

— ¿Y cuáles son tus motivos para ser vegetariano? —te suelen preguntar siempre.

Aquí da igual si dices que es por la sostenibilidad del planeta o la explotación a los animales o porque Brad Pitt también lo es, los “Vividores folladores” se van a reír igual. Pero con los “Heidis” es diferente. Ellos escuchan e intentan entenderte:

—Yo adoro a los animales también. Tengo varios perros y me dan arcadas de pensar que los chinos se los coman. Pero, ¿y cómo puedes vivir sin proteínas si no comes animales?

La eterna duda existencial de las proteínas. Aquí me gusta ponerme técnico y les contesto: “lo cierto es que cuando llevamos un tiempo sin tomar proteínas, nuestro hígado, a partir de la encima WTF-47, es capaz de generar sus propias proteínas, muchos más grandes y bonitas, a partir del oxígeno que respiramos y las heces que soltamos”. Lo digo de sopetón y los “Heidis” se quedan maravillados. La verdad es que no les culpo. Desde el parvulario nos dicen que las proteínas sólo pueden obtenerse de los animales, que sin ellas no podemos vivir, y los “Heidis” aún necesitan dormir con la luz encendida. Por eso mismo, los “Heidis” suelen ir acompañados de los “Iluminados”, otros de los amigos que me suelo encontrar a menudo. Los “Iluminados” son la antorcha que ilumina y da sentido al camino trágico y melodramático de los “Heidis”. Para ellos, todo en la vida tiene una explicación y un fundamento lógico-científico-religioso, todo junto, que sólo ellos conocen, entienden, o si no se lo inventan. Nada se escapa a su raciocinio privilegiado, excepto una cosa: que alguien se haga vegetariano. Al principio, identificar entre mis nuevos amigos a “Iluminados” es complicado. Te los puedes encontrar en cualquier sitio: en un bar, pidiendo en la calle, en el congreso de los diputados. Incluso a veces van solo, sin ningún “Heidi”. Afortunadamente, cuando empiezan a hablar se les identifica perfectamente:

—Los vegetarianos vais contra el círculo de la vida. El ser humano está arriba, el resto de cosas está abajo. Tampoco es tan complicado.
—Maldito hipócrita come-césped, y las plantas ¿qué? ¿Acaso no son seres vivos?
—Sería totalmente insostenible que todo el mundo fuera vegetariano. No hay tanta tierra.

La verdad absoluta no se discute así que mejor no rebatir ninguno de estos argumentos con ningún “Iluminado”. Pero todos estos amigos de los que os he hablado hasta ahora, no le llegan ni a la suela de los zapatos al último y más temible de todos. A un “Vividor follador” le das un fajo de billetes, aunque sean falsos, y ya les haces felices. A los “Heidis”, les dices que hay una mariposa por ahí detrás y están entretenidos. Y a un “Iluminado” le planteas la paradoja del huevo y la gallina y se queda absorto en un bucle infinito. Pero los peores de todos con muchísima diferencia y sin lugar a dudas son los “Padres”.  Cuando le dije por primera vez a mi padre que era vegetariano, él lo entendió más rápido que mi madre, la verdad, y tampoco intentó convencerme de lo contrario, simplemente salió de la habitación diciendo:

—He perdido a un hijo.

Con mi madre fue diferente. Al principio, le costó reaccionar tras este tremendo golpe. Tenía muchas dudas e inquietudes por esta nueva forma de vida.

—Pero hijo, ¿y los pescados también?
—Sí, mamá.
— ¿Y el atún?
—Mamá, el atún es un pescado.
—Ya, pero… Es diferente. ¿Las gambas también?

Hoy la situación se ha normalizado con ella, pero hubo momentos realmente tensos. Como cuando me cocinaba lentejas con chorizo, y lo quitaba antes de ponerme el plato en la mesa. Si algo aprendí de aquellos días es que si te sientas a comer y todo el mundo se queda mirándote, coge el plato y tíralo por la ventana.

Nuestras conversaciones también han cambiado, se centran única y exclusivamente en los análisis de sangre.

—Hijo, ¿cómo estás?
—Pues me han despedido otra vez y cuando llegaba a casa, un encapuchado tartamudo me robó el móvil, le tuve que dar los dos que llevaba, claro.
—Ya, pero digo que cómo han salido los análisis de esta semana, te lo has hecho ya, ¿no?
—Sí, tengo la creatinina dos puntos por encima mamá.
— ¡Ay! Hijo. Deja de ser vegetariano. Eso es porque te faltan proteínas.
—Mamá, la creatinina sale porque hay un exceso de proteínas.
—Mira que ya lo dijo tu padre y eres nuestro único niño…